lunes, 5 de diciembre de 2011

Padres y ajedrez


El padre de un niño prodigio observa el mundo del ajedrez: Buscando a Bobby Fischer es el libro en el que se basó la inolvidable película Jugadas inocentes. Escrito por el periodista deportivo Fred Waitzkin, narra no sólo los primeros años de su hijo Joshua en la práctica del juego, sino, sobre todo, su pensamiento y los dilemas con que se enfrenta al acompañarlo en su camino.

Para muestra, traduzco algunas páginas que estoy leyendo en este momento:

En el otoño de 1985, antes del comienzo de un torneo de ajedrez escolar, me encontré al lado del padre de uno de los jugadores de sexto grado más fuertes del país. Lo felicité por los recientes logros de su hijo y me respondió alabando a Josh. Tratábamos de parecer informales, pero también nos estábamos midiendo y haciendo esa especie de cálculo ajedrecístico en que los padres nos destacamos. De acuerdo al último ranking publicado, la fuerza de Joshua había dado un salto y casi estaba a la altura del hijo del hombre, un hecho que se reflejaba tanto en el lenguaje corporal como el literal de nuestra banal conversación.

—Lindo día —dije con alegría. Puesto que Josh, de ocho años, jugaba con chicos mayores, no estaba tan presionado por ganar hoy, y por lo tanto, yo tampoco estaba presionado.

—Demasiado lindo para estar todo el día jugando al ajedrez —respondió el otro padre, fallándole un poco la voz.

Había sesenta chicos de primaria jugando en este certamen y el hijo del hombre era considerado el jugador a vencer. Por un tiempo, esto había sido embriagador para el padre del número uno, pero ahora era mayormente una carga. Si su hijo no finalizaba en primer lugar, ambos saldrían del gimnasio deprimidos, sin mirarse. Al caminar junto a las mesas con el trofeo de segundo o tercero, evitaría las caras y los saludos de los otros padres, en particular, los papás del ganador, quienes estarían esperando los elogios de padres y entrenadores, y dispuestos a decirle al hombre que su muchacho ganaría la próxima vez. Cuando su hijo perdía, podía sentir a los otros padres trepándose a su espalda; era como ahogarse. Los padres de jugadores más débiles lo culpaban en silencio por haber concentrado tanta energía en el ajedrez en los últimos cuatro o cinco años, por no haberse tomado el juego con más tranquilidad, como ellos. Los padres de los jugadores más jóvenes, como Josh, se relamían, preparándose para la cacería. Camino a casa, padre e hijo discutirían agriamente qué salió mal en la partida crítica.

El padre del chico de sexto grado miró el ranking que estaba sobre la pared y sacudió la cabeza.

—Nunca vi competencia tan fuerte en un torneo local —dijo, tratando de justificar una eventual derrota.

—Es cierto —dije, tranquilizado de sentir la incomodidad del otro.

En un rincón de mi mente comencé a calcular: Josh tiene dos años y medio menos que el otro chico; lo fuerte que será cuando esté en sexto grado. Si todo sale bien, a los doce ya podría ser maestro y nadie podrá tocarlo. Y si es maestro a los doce, lo bueno que será seis años después. En ese momento, cuando el otro padre trataba de esbozar una sonrisa, el horizonte de Joshua parecía ilimitado. Estaba bien adelante en la carrera y yo había olvidado convenientemente a rivales más jóvenes como Jeff Sarwer y John Valoria, que ya podían competir al mismo nivel de mi hijo. No cuadraban en mis prístinos proyectos.

Es doloroso para el padre de un chico de once o doce años abordar el desafío de un jugador más joven. Es como si su hijo fuera atacado personalmente o como si el propio padre fuera desplazado. A pesar del progreso firme de un niño talentoso, siempre habrá alguien acercándose, más listo, más fuerte. Los padres de los jugadores más fuertes viven con nerviosismo, sintiendo el irremediable tictac del reloj. Cuando la gente se refiere a un niño de seis años como un prodigio, parece implicar que es el único en el mundo con ese don. Que pueda haber otros niños con aun más talento es un hecho que los padres se resisten a pensar. Pero para cuando un ajedrecista cumple doce y ha estado estudiando cuatro o cinco años, ya no se lo evalúa por lo que podría ser, sino por sus resultados y su ranking. A menos que un chico sea un verdadero genio, es difícil para él y para sus padres continuar creyendo que será el nuevo Fischer o Kaspárov, quienes jugaban a nivel de maestro al comenzar la adolescencia. Casi de la noche a la mañana, la magia y el encanto, la admiración y los cumplidos, el potencial aparentemente sin trabas son reemplazados por limitaciones y posibilidades en retroceso. El pequeño genio se convierte de pronto en un jugador sólido, pero sin la imaginación creativa o la memoria excepcional que se necesita para alcanzar los escalones más altos del ajedrez adulto. Tal vez sus primeros éxitos fueron más el resultado de una excelente educación ajedrecística que un talento excepcional (hasta cierto punto, un padre puede fabricar un excelente jugador joven mandándolo a buenos profesores y obligándolo a estudiar) o quizás el niño simplemente perdió impulso.

El padre termina por darse cuenta de que su hijo no será el próximo Bobby Fischer.